Ah, Sinaloa
La dimensión máxima de la injusticia es la generalización. Los seres humanos no cabemos
cómodamente en categorías. Por ello, los intentos de aglutinarnos en sectores y asignar ciertas
características implícitas a dicha pertenencia, casi siempre fallan. Estoy consciente que esta
también es una generalización y por lo tanto falible, pero como decía Chesterton, cuando uno
tiene una teoría hay que defenderla hasta que alguien demuestre lo contrario. Entonces habrá que
abandonarla y esgrimir otra.
En lo que hace a la generalización, esta tendencia va muy de la mano a la xenofobia, a la
descalificación de la migración y muchas otras consecuencias que mal se avienen a lo que la
mayoría califica como actitud cristiana, que supuestamente adopta también mayoritariamente la
población mexicana.
Muchas personas que atacan hasta el odio al vecino Trump, inadvertidamente asumen posturas
muy similares a su retórica racista. Es natural, dicen, que los humanos vean con desconfianza a
quienes son de diferente tribu, origen, raza, color, pero precisamente la civilización desde el
principio de la historia ha intentado limar estas diferencias para auxiliar la convivencia y fincar el
progreso. Es posible, en un mundo prehistórico o antiguo, cuando la comunicación y el tránsito
estaban limitados por razón natural, que pudiera explicarse, si no justificar, esta manera de
repudiar al extranjero o al nacional de otra tribu, pero la verdad es que a estas alturas no es
aceptable. Menos se puede condonar el que abiertamente se refiera a un conjunto de personas
mediante descripciones que so pretexto de meramente describir, en realidad son ofensivas y
ahora políticamente censurables.
Es sabido que lo que se vierte en Facebook no son mas que trivialidades, desahogos inocuos o por
lo menos eso aparentan, pero el análisis somero de comentarios que se avientan de manera
anónima casi siempre, dan luces para determinar que en ciertos sectores anida la actitud
excluyente y lo peor es que fundada en bases que seguramente no serían materia de orgullo.
La visión de algunos respecto de la migración de centroamericanos revela lo anterior; no hace
mucho los mismos sentimientos se dirigían hacia los mixtecos y demás etnias del sur, que han
poblado zonas agrícolas de nuestra entidad para hacerse cargo de la recolección de productos. Es
curioso que habiendo una clara discriminación hacia estas personas, por otro lado, las buenas
conciencias asumen que por su origen, escasa escolaridad y desarraigo, son cantera de
servidumbre mucho más estable que quienes han disfrutado del clima de relativa igualdad que se
acostumbra en esta zona, que para algunos hace que estén “maleados”.
Todo esto me viene a la mente porque mi padre, Jesús López Suárez, era originario de Mocorito,
Sinaloa, ahora pueblo mágico, que se dice pomposamente “La Atenas Sinaloense”. Vino por aquí
con mi abuelo y mi tío, allá por 1913 y unos años después los siguió el resto de la familia. Sus
raíces “mocoritenses” provienen de dos o tres generaciones atrás; tengo en mis manos actas de
abuelos y un bisabuelo: Felipe Suárez, de fines del siglo XVIII, es decir, todavía de la Nueva España.
Ellos, como muchos después, no vinieron a delinquir sino a construir, a trabajar, a ganarse la vida
que en su tierra se tornaba difícil. Nadie les dijo “chinolas” ni tenían “tipo sinaloense”. Esos motes
eran desconocidos hasta hace poco tiempo. Cuando ellos llegaron, todo mundo era inmigrante,
eran contados los nacidos en la Baja California. Ahora eso ya cambió; en las listas escolares y en
documentos oficiales hay mayoría de nativos. Pero eso no quiere decir que haya que tomar la
actitud de “ya somos muchos” muy común en los mexicoamericanos ante la inmigración actual.
La integración a su tierra de acogimiento ha dado como resultado el sentimiento particular de
nacionalismo que ha hecho grande a Estados Unidos, donde los núcleos de inmigrantes recientes o
de generaciones ulteriores, adoptan plenamente su patria adoptiva, hasta para morir por ella, sin
renunciar a sus raíces y conservando ciertas tradiciones.
Me parece que fuera del discurso oficial y lo políticamente correcto, como sociedad debiéramos
ser genuinamente hospitalarios y compasivos para aliviar la situación precaria de quien tuvo que
abandonar su tierra, por lo que haya sido, y no, de entrada, cerrar la puerta o vociferar
presunciones que nada abonan al tejido social que, nos guste o no, está compuesto por todos,
todos.