Al mismo Dios
¡Por supuesto que sí! Había ido antes al parque de Beisbol del Seguro Social. En
circunstancias muy distintas, claro está: de la mano de mi abuelo a ver jugar a los
Leones de Yucatán contra el Tigres, contra los Diablos Rojos, con mi guante de pitcher
-que me regaló mi Padre en un cumpleaños- bien ceñido bajo el brazo, por aquello, ya
saben, del roletazo bravo de foul, o el elevado entre tercera y home, donde mi abuelo
se instalaba regularmente.
Ni en el más exagerado arranque de mi imaginación esperé estar, pocos años después,
más o menos en la misma zona entre tercera y home teniendo, en vez de manopla de
pitcher, un par de guantes de carnaza, un tapabocas desvencijado, polvo acumulado
por toda mi humanidad, ante la presencia de una sucesión interminable de ataúdes,
cajas de madera, petates, bolsas de plástico o, simplemente, cuerpos al aire libre que
ya no encontraron mortaja improvisada para su lamentable postración ante el
capítulo de la historia de México que les tocó escribir con su vida misma.
Miles de cadáveres cuya putrefacción era más acelerada que la capacidad de
reconocerles por las autoridades, y que dotaba para siempre del hedor que jamás
olvidaremos los que estuvimos allí por esos días. Allí estaban madres, primos,
hermanos o vecinos. Allí, acreditando las proporciones de la tragedia –las cifras
oficiales dan 10 mil decesos- o bajo los escombros, muertos ya o dosificando sus
latidos con la esperanza de ser rescatados por quien pasara por allí.
Y con la misma pasión que podía adivinarse en un inexistente y fantasmagórico grito
de miles de aficionados en esa misma tribuna coreando un home run, un double play;
con esa misma pasión, decía, se sentía en las entrañas esa avalancha muda de miles,
jóvenes, adultos y ancianos voluntarios, que tomaban las calles en una decidida acción
-incansable, impostergable-, atestados de polvo, con los músculos adoloridos, con
lágrimas secas en el rostro; enfundados en vaqueros ya rotos, en uniformes con
sectores del ejército, la policía, los grupos de rescate, los bomberos, lo que fuera, que
daba igual, pues esa mañana de septiembre de 1985, al fin la Mujer Dormida daba a
luz al espíritu aguerrido de los mexicanos que tomaban la batuta en pos de la ayuda
fraterna, generosa y desinteresada.
Como si hubiese sido ensayado se acarreaban escombros en filas de uno a uno, se
cargaban heridos, se dotaba de alimento y agua a los rescatistas, se estrechaban las
manos para hacer cadenas humanas que soportaran la incursión bajo los escombros,
se armaban cocinas comunitarias en banquetas, plazas y avenidas. Tocó hacer de todo,
a todos. Nadie chistó. Todos dimos. Nos conocimos por el alma a través de nuestras
miradas de hermanos, de las patrullas a los centros de acopio para trasladar víveres.
Por un momento todos hablamos el mismo idioma, tuvimos el mismo color de piel,
olvidamos el cúmulo de riquezas habidas o mal habidas; rezábamos al mismo Dios…
Los médicos, y los comunicadores, los camilleros, los cajeros de Vips y Sanborn’s de
las zonas aledañas. Éramos de la UAM y la Anáhuac, del Poli o la Prepa 1. Éramos de la
secundaria 16, de las oficinas de Pemex, de las empresas, de la burocracia de Hacienda
o de Rectoría de la UNAM. Éramos, por una vez, todos mexicanos, sin quejas, ni
descalificaciones; todos anónimos, todos claros en trabajar y llorar unidos. Era la
sociedad civil en acción, al fin, como lo vaticinó González Bocanegra: “…Y tus templos,
palacios y torres se derrumben con hórrido estruendo, y sus ruinas existan diciendo:
de mil héroes la patria aquí fue.”
Además de los testimonios gráficos de los compañeros de Excélsior, Uno más Uno, el
Universal, Proceso, etcétera, que por décadas nos han llevado a reconocer de manera
instantánea al malogrado destino del Hotel Regis, del Café Superleche, el Hospital
General o el Juárez, el edificio Nuevo León en Tlatelolco, hay fotografías del 19 de
septiembre de 1985 que explican, en un solo golpe de vista, la circunstancia que
vivimos esa mañana y los días, semanas y años que siguieron.
El contraste es una foto de Miguel de la Madrid, ataviado con chamarrita de cuero
negro, acompañado de Ramón Aguirre, con chamarrita igual, pero de ante, junto al
proverbial séquito de una visita gubernamental. Atrás de ellos soldados, rescatistas,
oficinistas y estudiantes sudando la gota gorda en medio de los escombros. Ellos, los
funcionarios, con sus zapatos recién boleados protagonizando la incredulidad. Sus
caras decían más que mil palabras. Absolutamente desconcertados, descolocados e
impotentes. Tal era el daño, tal la magnitud de la tragedia, y tal la pequeñez del
sistema que se hacía, acaso más chico ante la acción colectiva, espontánea y solidaria.
Algo cambio allí para siempre. Quienes sufrieron la tragedia, quienes dieron su vida al
rescate, quienes perdieron un ser entrañable ante la furia de la naturaleza, pero
también la ineptitud de los constructores, sus supervisores, los ocupantes abusivos y
la corrupción galopante que pone siempre en suerte tu vida y a la mía a cambio de un
puñado de monedas. Algo cambió cuando atestiguamos la tragedia de las mujeres
costureras muertas en el cautiverio de San Antonio Abad.
Algo debiéramos mantener vivo para siempre. Algo que nos hizo vibrar esos días,
aunque después decidimos, por indiferencia y frivolidad, dejarlo también bajo los
escombros por treinta años para forjar una realidad decadente de la que somos
corresponsables, cómplices y rehenes. Algo sucedió en el 85 que debiéramos
recuperar para no seguir en esta espiral de deterioro, que ya no podemos cambiar en
cuanto al daño pasado, pero sí que podemos modificar en cuanto al futuro. A menos
que quieras seguir viviendo damnificado de nuestra propia indolencia e ignorancia. A
menos que quieras seguir ignorando el poder de la comunidad y seguir a la deriva
contemplando a tantos que toman el beneficio de nuestra displicencia, con chamarrita
de cuero y zapatos recién boleados, muy lejos de los escombros y del averno que se
adivina debajo de ellos.
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Facebook: Alfonso Villalva P.