Como banda
No te equivoques -seguramente me dirías tú-. No sé contra quien voy, en serio, sé que
vamos contra alguien, pareciera que, desde siempre, lo tengo muy claro, pero no sé
contra quien voy. Es simple, es pragmático, es real. En contra de alguien, a mi modo, a
mi aire, con mi selección lingüística de moda y los clichés de mi banda. Nadie
comprende a los jóvenes- seguramente me dirías- y regresarías a tu música que con
esos audífonos que te aíslan de todo lo extraño a tu mundo, de esa molesta realidad
inevitable, la misma que ignoras olímpicamente para evitar que contamine tu mundo,
insisto, en el que siempre imaginas ganar, en el que siempre resultas ser el más listo,
la más guapa, la de las mejores ocurrencias, en ese mundo que solo existe en tu
imaginación, en el que actúas modificando el status quo, en el que tu fantasía te
convence que eres un actor del siglo veintiuno.
Ese mundo al que te dejas seducir con la ocurrencia disruptiva de la semana, en el que
el placer mayor es escandalizar, utilizar la expresión más soez, la imagen más
perversa, machacando contra todo aquél que represente algo que quizá en el fondo
añoras, envidias, aunque bien sabes que será negado a tu existencia por la simple y
sencilla razón de que no estás dispuesto a cambiar de hábitos para tenerlo.
En el que reclamas tu derecho a disentir, pero eludes tu responsabilidad de cumplir.
Es mejor, alguien te resuelve en casa, en el trabajo, en la escuela. Gritar la mayoría de
edad, pero guarecerte en seguir siendo niño para siempre. Ese mundo en el que
utilizas de fondo la música de DJs, en el que sabes de memoria la letra de "Gimme the
power", la rola más socorrida de Huidobro en chavos como tú. El himno para sacar la
ira de la única manera que estás dispuesto a arriesgar. Espetando, gritando,
burlándote de quien tiene mejor o de quien te explota.
Vengar la frustración de saber que ese sueño a todo volumen en tus oídos no será
jamás algo más que eso, un sueño privado e inconfesable que, alimentado con una
falsa causa legitima que apela a tus apetencias vengativas contra el establishment,
alienta tus revanchas personales, tu enojo filial y, desde luego, tu falsa definición de
activista trasnochado –esos cuya causa de lucha se define con lo que suene de moda, lo
que una banda musical acuñe como estribillo, lo que tome forma de hashtag en las
redes sociales-. Una irresistible oportunidad de ser protagonista del caos
escandalizante, de generar la estridencia e insultar arteramente a la autoridad y a
todo lo que se parezca a ella.
Nada más así, pero no en la vida ordinaria, en la que nos preocupa quién diablos
planchará la ropa, de dónde saldrá para el plan del celular y los desinfectantes del
retrete; en esa vida, donde hay que estar pendiente de las ronchas en la piel y flotar de
muertito en la realidad Godínez por oposición a lo que vamos soñando en el tráfico
citadino. Y allí, protegido estás, y todo parecería transformarse cuando cruzas el
umbral de la normalidad y sales por esa puerta de tu guarida habitacional, de tu
cuarto, llevando como única pieza de equipaje el móvil cargado con las aplicaciones
que te permiten ser parte de esa sociedad en la que no hay que mirar a los ojos, en la
que podemos cimbrar a una nación con un trending topic, en la que el amor deja de
sonar cursi y parece hasta cercano con la asepsia de una pantalla de cristal líquido de
por medio.
Y te juntas, claro está. La reunión es una tocada, en las tortas de la escuela, es en el
coche del cuate banda, en la banqueta de un callejón. Es en un antro cuando es día de
quincena, por supuesto. Como planteamiento de acción social, se vierten en el grupo
los racimos de frescas mentadas a los titulares del ejecutivo federal, a los legisladores
más populares, a los dueños de los medios de comunicación, a los millonarios, a los
ñoños, a los padres que te dieron vida, al concepto de familia, a la chava que nunca te
pelará, hasta al árbitro del partido de la semana anterior.
Toman unas cuantas cervezas y hasta una pastilla o dos. Y ya en las nubes, eufóricos,
troleando en cuanta red social tenga un ingreso gratuito, culpan a todos de lo que se
avecina como un fracaso descomunal en la vida entera del grupo, convencidos, por un
momento, de que el ruido eliminará el hecho de seguir siendo ignorados, explotados,
cancelados.
La resaca al día siguiente es muy parecida, sigues culpando a todos de tu desgracia, lo
repites como sonsonete pero sin el menor avistamiento de asumir responsabilidad
por tu fracaso preconcebido, manipulado convenientemente por quienes te explotan,
y ciego, plenamente ciego de tu deterioro como ente de voluntad tan enardecidamente
gritado la noche anterior, que te reduce a un inerte seguidor de los abusos de siempre,
por los sujetos de siempre que, claro está, cuentan con tu renuncia a ejercer tu
derecho a vivir en plenitud.
¡Ah! que bien te sentirías, seguro estoy yo, de llevar a la práctica esa furiosa convicción
de justicia, de paz, de respeto. ¡Ahhhhh! Cuanta adrenalina gestarías de llevar a tu
tránsito cotidiano acaso un cinco por ciento de todo eso que gritas cuando estás en
grupo, cuando cantas tu canción, cuando presionas el botón azul de los doscientos
ochenta caracteres fulminantes que fijan tu posición ante la decadencia de tu patria.
Pero, ya ves, escudado en esas libertades que los padres modernos usamos como
pretexto para eludir educación y formación de los hijos, en la inexcusable
irresponsabilidad de desgraciarles la voluntad confundiendo la disciplina y los valores
con lo que nuestra ignorancia alcanza a captar como libertad de los niños y derechos
propios al placer, prefieres tú regresar al mundo cómodo -aunque muy amargo-,
protegido con tus audífonos, tu sueño de grandeza que verbalizas arengando que
vives en equilibrio, que sabes más que todos y por ello no trabajas de más, ni estudias
lo suficiente, ni eres punible al traicionar el talento con el que habrás nacido. Gritar y
lacerar la propiedad privada, increpar al que tiene más -aunque no sea siquiera en
cuestiones materiales-. Así, como ajuste de cuentas, conformándote con la anarquía de
café y de chat nocturno.
Pues nada, chaval, asumámoslo de una vez y despertemos de este letargo, que de nada
serviría un brote de arrogancia para darte un discurso rebuscado y seguramente
farisaico, escondiendo mi complicidad con tu condición, con tu indiferencia, tu fracaso;
con la muy previsible precipitación al vacío de las generaciones que vienen, de no
tomar, de una buena y maldita vez, juntos, como banda, el control de nuestro destino.
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