El proceso de Cristo

Desde que estuvo sobre la faz de la tierra, el Señor Jesucristo anticipó a sus

apóstoles que, por causa de su misión, iban a ser vituperados y perseguidos, y

que en el ejercicio de su ministerio se levantaría contra ellos toda clase de

calumnias. Aquí sus palabras al respecto: “Bienaventurados sois cuando por mi

causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros,

MINTIENDO”.

Este ha sido siempre el padecimiento de los enviados de Dios, y del mismo Señor

Jesucristo, quien fue calumniado vilmente por sus enemigos. Previo a su muerte

en la cruz, a Cristo se le siguió un proceso plagado de improcedencias que el

jurista Ignacio Burgoa Orihuela plasma en su libro “El proceso de Cristo”. Aquí las

violaciones que conforme al Derecho Hebreo se cometieron en el juicio religioso

seguido al Hijo de Dios:

“a) Violación al principio de publicidad en virtud de que el proceso se verificó en la

casa de Caifás y no en el recinto oficial llamado "Gazith".

“b) Violación al principio de diurnidad, puesto que tal proceso se efectuó en la

noche.

“c) Violación al principio de libertad defensiva, ya que a Cristo no se le dio

oportunidad de presentar testigos para su defensa.

“d) Violación al principio de rendición estricta de la prueba testimonial y de análisis

riguroso de las declaraciones de los testigos, pues la "acusación" se fundó en

testigos falsos.

“e) Violación al principio de prohibición para que nuevos testigos depusieran

contra Cristo una vez cerrada la instrucción del procedimiento, ya que con

posterioridad a las declaraciones de los testigos falsos, el Sanhedrín admitió

nuevos.

“f) Violación al principio consistente en que la votación condenatoria no se sujetó a

revisión antes de la pronunciación de la sentencia.

“g) Violación al principio de presentar pruebas de descargo antes de la ejecución

de la sentencia condenatoria, puesto que, una vez dictada, se sometió a la

homologación del gobernador romano Poncio Pilato.

“h) Violación al principio de que a los testigos falsos debía aplicárseles la misma

pena con que se castigaba el delito materia de sus declaraciones, toda vez que el

Sanhedrín se abstuvo de decretar dicha aplicación a quienes depusieron contra

Jesús.

Burgoa Orihuela se refiere en su obra al proceso político conforme al Derecho

Romano, en el que intervino Pilato, un hombre que incurrió en “notorios vicios in

procedendo que invalidaron jurídicamente la decisión arbitraria e injusta de

ordenar la crucifixión del Redentor”. La conducta de Pilato, agrega Burgoa

Orihuela, “obedeció al temor que el gobernador romano abrigó ante estas dos

posibilidades: cortar su carrera política, exponiéndose al jus gladii y soliviantar al

pueblo judío para independerse [o independizarse] de Roma, según lo pretendía el

grupo de los zeloles y al cual Judas quiso atraer a Jesús por considerarlo el

Mesías político, no religioso”.

A pesar de que las intenciones de los principales sacerdotes eran matarle, la pena

de muerte debía ser homologada por Pilato, el gobernador romano, quien, tras

examinar la vida de Cristo, exclamó ante los acusadores del Señor: "ningún delito

hallo en este hombre".

No obstante el veredicto de Pilato, la turba frenética gritaba: “Crucifícale. Es

entonces cuando a Pilato se le ocurre la idea de declararse “incompetente” para

juzgar a Cristo, y decide enviarlo a Herodes, quien lo devolvió inmediatamente a

Pilato, no sin escarnecerle como ‘monarca’, “vistiéndole de una ropa espléndida”,

escribe el evangelista Lucas.

Pilato aprovechó la actitud de Herodes para reiterar ante el pueblo la inocencia de

Jesús de Nazaret, y para decirle a la multitud que tampoco el tetrarca había

encontrado en él “nada digno de muerte”. Así que, no habiendo ningún sustento

en la acusación, resolvió: “le soltaré, pues, después de castigarle”.

Este recurso tampoco funcionó. La cruel flagelación de la que fue objeto por parte

de los soldados romanos no calmó la sed de sangre de la multitud, que seguía

pidiendo enfurecida la crucifixión de un inocente, pese a saber que no había

pruebas, y que los testimonios presentados durante “el juicio” eran totalmente

falsos. La gente tampoco quedó complacida con el veredicto de inocencia emitido

por el gobernador romano.

El evangelio de Mateo nos dice que en el día de la Pascua “acostumbraba el

gobernador soltar al pueblo un preso, el que quisiesen”. Así que Jesús de

Nazareth, sin ser culpable de ningún delito, fue uno de los que Pilato propuso

liberar; la otra propuesta era Barrabás, un delincuente de la peor calaña, sedicioso

y homicida, cuyos delitos lo habían hecho famoso en la región. La multitud pidió la

liberación de un homicida, y que Jesús fuese crucificado. Esto fue lo que dijeron a

Pilato: “Si a éste sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a

César se opone” (Juan 19:12).

“Esta terrible exigencia implicaba condenar a muerte a un inocente por un delito

político, la sedición, que Jesús no cometió”, afirma Burgoa Orihuela, quien añade:

“En este doloroso caso la política abatió a la justicia, fenómeno que es frecuente

en la historia de la Humanidad. Cristo no murió por blasfemo contra Jehová, sino

por sedicioso contra el Imperio Romano, según la execrable decisión unilateral de

Pilato”.



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