TENTAR A DIOS
En Mateo 4:11 aparece un relato pormenorizado sobre la forma en que Jesús de
Nazaret fue tentado por Satanás en el desierto, un sitio hostil e inhóspito, donde el
tentador trató de demostrarle a Dios que su Hijo no era el hombre fiel que su voz
había descrito cuando fue bautizado por Juan en las aguas del río Jordán.
Recordamos que, en aquella ocasión, justo en el momento en que el Espíritu
Santo descendía sobre el Señor Jesús en forma corporal como de paloma, el
Padre de gloria testificó: “Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento”.
A lo largo de aquella tentación, Satanás procuró de diferentes maneras que Dios
dudara de la fidelidad de su Hijo, algo que era prácticamente imposible, pues Dios
lo conocía perfectamente bien. Las siguientes palabras de Cristo lo confirman:
“nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre…” (Lucas 10:22).
El modus operandi del maligno ha sido siempre el mismo: procurar que Dios y los
hombres duden de la fidelidad e integridad de sus enviados. En el caso del justo
Job, Satanás trató de convencer a Dios de que la justicia de este hombre no era
auténtica, sino egoísta, producto de los privilegios y buen trato que Dios le daba a
él y a su familia.
Al final de la prueba, y a pesar de las fallidas intrigas de Satanás, Dios siguió
considerando a Job como un hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y
apartado del mal. Falló el diablo con Job, como ha fallado en todos y cada uno de
sus intentos de denigrar la verticalidad de los enviados de Dios.
Vuelvo al caso de Cristo en el desierto, para destacar su ejemplar fidelidad en los
tres intentos de Satanás para desviarlo de su fidelidad al Padre y hacerle caer en
tentación. Cristo demostró una y otra vez que su Padre no estaba equivocado en
el testimonio que sobre Él había dado en el río Jordán.
Las circunstancias eran críticas y el entorno complicado, pero aun así triunfó sobre
su adversario, demostrando en la fase más aguda de un ayuno que se prolongó
cuarenta días y cuarenta noches, que sí es posible vencer en medio de la
adversidad.
Me referiré enseguida a un momento específico de la tentación, cuando Jesús fue
llevado a la parte más alta del templo de Jerusalén, donde el tentador le pidió
arrojarse al vacío, recordándole una promesa que había hecho Dios respecto a él:
“Él ordenará a sus ángeles que te protejan. Y te sostendrán con sus manos para
que ni siquiera te lastimes el pie con una piedra”.
La sabia respuesta de Cristo fue esta: “También está escrito: no tentarás al Señor
tú Dios” (Mateo 4:6). De esta manera desarmó a Satanás, y su respuesta se
convirtió en una enseñanza que ha pasado a la posteridad.
Tentamos a Dios cuando pensamos que, por las promesas de protección que Dios
nos ha hecho, nada malo puede ocurrirnos si desafiamos los peligros. Y no es que
consideremos una farsa lo que David enseña cuando escribe: “El ángel de Jehová
acampa alrededor de los que le temen, y los defiende” (Salmos 34:7). Esta
promesa es verdadera, pero también lo es la advertencia de Cristo en el sentido
de no tentar a Dios.
El 5 de junio de 2006, el diario 20 Minutos publicó una nota que consigna la
muerte de una persona que, al grito de “Dios me salvará”, entró a la jaula de un
león que lo derribó y le cortó la arteria carótida”. Este acto, que tuvo verificativo en
un zoológico de Ucrania, no era un acto de confianza en Dios, sino una forma
irreflexiva de tentar a Dios.
Muchas de las cosas que para el hombre son manifestaciones de fe genuina, no
son sino acciones irresponsables e imprudentes, a través de las cuales tentamos a
Dios. Salir a la calle sin cubrebocas y sin guardar la sana distancia, creyendo que
Dios nos protegerá del coronavirus porque confiamos en Él, es tentar a Dios,
nunca un acto de fe.
Respecto a la forma en que Cristo evitó tentar a Dios ante el insistente acoso de
Satanás, el pasado 9 de junio el apóstol Naasón Joaquín García escribió a los
fieles de La Luz del Mundo: “¡Jesús no era imprudente! Jesús era un hombre
responsable, cuidadoso de sus actos; sabía que tentar a Dios era ofender su
majestad, era decepcionarlo por su capacidad, era contrariar su voluntad”.
Esta reflexión apostólica la empleó para hacer el siguiente exhorto a la Iglesia en
el contexto del Covid-19: “Es necesario que sepamos que exponernos al peligro,
confiados en la ayuda de los ángeles y la protección divina, es pretender un
milagro innecesario que Dios no nos ha prometido. ¡Es tentar a Dios!”, expuso.