El juicio de Cristo

Sociedad y derecho.

El juicio de Cristo, por el que fue juzgado y condenado a morir en la cruz, se encuentra bien documentado tanto en los Evangelios del Nuevo Testamento, así como en fuentes históricas formales.

Lo que nos da una estupenda oportunidad para analizar este proceso, que a la postre, cambió al mundo para siempre.

El juicio, como ya sabemos, estuvo influenciado tanto por intereses religiosos como políticos.

Inició con el arresto de Jesús en Getsemaní, Jerusalén, jardín donde una noche antes Cristo había orado, a los pies del Monte de los Olivos.

Dicho arresto fue llevado a cabo de noche por soldados enviados por las autoridades judías, guiados por Judas Iscariote.

Jesús fue llevado primero, a la casa del sumo sacerdote judío Caifás, acusado de los cargos de blasfemia, por decir que era el Mesías, hijo de Dios.

El juicio se llevó de noche, aún y cuando esto estaba prohibido por las leyes judías.

Sin pruebas contundentes ni claras, el juicio estaba destinado al fracaso, no obstante, fue el propio Jesús quien afirmó en la audiencia ser el Hijo de Dios, lo cual bastó para declaró culpable.

Al ser Judea una provincia Romana, los líderes judíos no podían ejecutar legalmente a nadie, así que llevaron a Jesús ante el gobernador romano Poncio Pilato para que este impartiera justicia.

Buscando legitimación y competencia para la intervención de Pilato, los patriarcas judíos acusaron a Jesús de desafiar la autoridad romana por considerarse "Rey de los judíos".

En ese momento, Pilato no encontró culpa en Jesús, enviándolo con Herodes Antipas, Tetrarca de Perea y Galilea, quien se burló de él y, finalmente regresándolo con Pilato.

De nuevo con Pilato, la multitud reunida en torno al juicio de Jesús, incitada por los líderes religiosos, pidió que lo crucificaran y que liberaran a Barrabás (un criminal).

Pilato, aunque dudaba, cedió ante la presión popular y se "lavó las manos", simbólicamente declarando que no era responsable de la sangre de Jesús.

Finalmente, Jesús fue condenado a muerte por crucifixión en un juicio lleno de irregularidades, tramitado apresuradamente de noche, sin testigos y en el cual no se respetó el derecho del acusado a tener una defensa, sin olvidar que se priorizaron cuestiones políticas y religiosas más que la justicia.

Así fue como en plena Pascua, con la ciudad de Jerusalén llena de peregrinos, Jesús sabiendo que se acercaba su hora fue detenido en el huerto de Getsemaní por soldados con antorchas, guiados por uno de los suyos —Judas—, que lo traicionó con un beso.

Jesús no opuso resistencia. Fue arrestado y llevado de inmediato ante las autoridades religiosas.

Lo acusaban de muchas cosas, pero nada concreto. Los testigos no coincidían en sus declaraciones. Finalmente, le preguntaron directamente: ¿Eres tú el Hijo de Dios? A lo que Jesús respondió: "Tú lo has dicho".

Con eso bastó. Caifás rasgó sus vestiduras y lo declaró blasfemo. Ya no querían más pruebas, pero había un problema, ellos no podían condenar su muerte, para eso necesitaban a Roma.

A la mañana siguiente llevaron a Jesús ante Poncio Pilato, el gobernador romano, sabían que a Pilato no le importaban sus leyes religiosas, así que cambiaron la acusación: dijeron que Jesús era un rebelde, que se hacía llamar "rey de los judíos" y que ponía en peligro la autoridad del César.

Pilato lo interrogó, al no encontrar culpa en él, en un intento de deshacerse del asunto, lo envió con Herodes Antipas, que también estaba en Jerusalén, quien lo recibió con burla, esperando que hiciera algún milagro, más al ver que Jesús no decía ni una palabra, se lo devolvió a Pilato, vestido con una túnica de burla.

Pilato seguía sin querer condenarlo, por lo que ofreció al pueblo una elección: soltar a Jesús o a Barrabás, un criminal. La multitud, incitada por los sacerdotes, gritó: ¡Suelta a Barrabás! ¿Y qué hago con Jesús?, preguntó Pilato ¡Crucifícalo! gritaron.

Pilato, viendo que no podía calmar a la gente y temiendo una revuelta, se lavó las manos delante de todos y dijo: "Soy inocente de la sangre de este justo".

Entonces Jesús fue entregado para ser crucificado.

Los soldados romanos tomaron a Jesús, lo llevaron al pretorio, donde lo rodearon y comenzaron a burlarse de él. Le quitaron su ropa y le pusieron un manto púrpura —como si fuera un rey—. Luego, trenzaron una corona con espinas largas y secas y se la incrustaron en la cabeza. Cada espina le desgarraba la piel. Lo golpeaban con un palo, se arrodillaban fingiendo adorarlo y se reían diciendo: ¡Salve, rey de los judíos!

Después de las burlas, lo llevaron fuera, Jesús, ya débil por la noche sin dormir y los golpes, fue obligado a cargar su propia cruz, pero no aguantó mucho, en el camino, los soldados hicieron que un hombre del pueblo, Simón de Cirene, cargara la cruz por él.

Subieron por una colina rocosa llamada Gólgota, que significa "Lugar de la Calavera", ahí, lo despojaron de su ropa, la sortearon entre los soldados y lo clavaron en la cruz. Clavos atravesaron sus muñecas y sus pies. A su lado, crucificaron a dos criminales. Encima de su cabeza colocaron un letrero que decía: "Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos" escrito en hebreo, griego y latín para que todos lo entendieran.

Desde la cruz, Jesús hablaba poco, pero con profundidad. Perdonó a sus verdugos diciendo: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen".

Uno de los criminales lo insultaba, pero el otro, de nombre Dimas, con el corazón conmovido le dijo: "Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino" y Jesús le respondió: "Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso".

En el momento más oscuro, incluso Jesús sintió sucumbir al sufrimiento diciendo: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

Luego, con las últimas fuerzas, dijo: "Todo está cumplido" y finalmente, entregó su espíritu: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".

En ese instante, el cielo se oscureció, la tierra tembló, el velo del templo se rasgó en dos, desde arriba hasta abajo, fue un momento tan impresionante, que incluso un centurión romano exclamó: ¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!

Al caer la tarde, José de Arimatea, un hombre justo y miembro del Sanedrín, el cual era un consejo de sabios judíos que funcionaba como tribunal y cuerpo legislativo en el Antiguo Israel, pidió permiso a Pilato para darle sepultura. Bajaron el cuerpo de Jesús con cuidado, lo envolvieron en una sábana limpia y lo colocaron en un sepulcro nuevo, tallado en roca, luego rodaron una gran piedra para sellar la entrada.

Así terminó aquel viernes, o al menos eso parecía. El sábado fue un día silencioso, Jesús estaba en el sepulcro, sus discípulos se escondían, con miedo, confundidos, todo parecía perdido, pero al tercer día, muy temprano el domingo por la mañana, algo cambió para siempre.

Unas mujeres que habían seguido a Jesús —entre ellas María Magdalena— fueron al sepulcro con perfumes para ungir su cuerpo, era lo último que podían hacer por él, pero al llegar, vieron algo sorprendente: la piedra estaba removida. El sepulcro... vacío.

Entraron temblando, no había cuerpo, en su lugar, vieron a dos ángeles vestidos de blanco, uno de ellos les dijo: ¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? ¡No está aquí! ¡Ha resucitado!

Las mujeres corrieron a contarles a los discípulos.

Esa misma noche, Jesús se apareció a los discípulos reunidos y dijo: ¡Paz a ustedes! mostró sus manos y su costado.

finalmente, en el monte de los Olivos, ascendió al cielo frente a ellos, prometiéndoles que no estarían solos, que enviaría al Espíritu Santo.

Así terminó —o más bien, comenzó— la historia que cambió el curso de la humanidad.

Como siempre un placer saludarlo, esperando que estas pocas palabras hayan sido de su agrado y, sobre todo de utilidad ¡hasta la próxima!



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