El perdón, fruto del amor

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34)

Estas palabras fueron la sabia respuesta de Cristo a la intolerancia que los hombres de su tiempo desplegaron en contra suya desde el momento mismo de su nacimiento. Y es que fue justamente ahí, en el humilde pesebre de Belén, donde empezó su martirio cuando los sanguinarios soldados de Herodes recorrieron Belén y las aldeas circunvecinas en busca del niño Jesús, al que debían asesinar de acuerdo con las órdenes del rey.  

Esto fue lo primero, pero no lo único ni lo último que se maquinó y maniobró en contra del Hijo de Dios. A lo largo de su fructífera vida, el Señor Jesús fue víctima de la intransigencia de un pueblo que no supo distinguir el tiempo glorioso que le tocó vivir, ni tampoco distinguió quién era Cristo, porque si los judíos hubieran distinguido ese tiempo, y la persona que hacía glorioso aquel periodo, “nunca habrían crucificado al Señor de gloria”, explicó el apóstol Pablo a los fieles establecidos en la marítima ciudad de Corinto (1 Corintios 2:8).  

La intolerancia en su contra impidió que el Señor Jesús pasara los primeros años de su vida en Judea, obligándolo a vivir como errante y extranjero en Egipto, un país cuyos habitantes no veían con buenos ojos a los israelitas desde que, por causa de Israel, Dios mandó las diez plagas que asolaron su tierra, la peor de ellas, la muerte de los primogénitos. Los egipcios recordaban que, en el pasado distante, su poderosísimo ejército había sido destruido por el Dios que obró maravillosamente en favor de Israel en el Mar Rojo, por eso había animadversión de los egipcios hacia los judíos y, desde luego, en contra de Jesús, José y María, por sus orígenes y procedencia.    

En la historia del Hijo de Dios encontramos un sinnúmero de agresiones en su contra: incitaciones al suicidio por parte de Satanás, peticiones enérgicas de la gente en el sentido de que saliera de sus contornos por la realización de un milagro, insultos y desprecios por causa de su Ministerio, incomprensiones de todo tipo, intentos de acabar con su vida llevándole a la cumbre de un monte para despeñarle, impedimentos de entrar a sus ciudades, críticas, traiciones por intereses bastardos, ultrajes, maldiciones, escupitajos, gritos pidiendo soltar a un flagrante homicida y crucificarle a él, un hombre inocente y honorable que terminó siendo crucificado como malhechor infame en un madero.   

Ante esta serie de atropellos a lo largo de su íntegra vida, el Señor Jesús se comportó siempre como inocentísimo cordero, que decidió enmudecer delante de sus trasquiladores, no porque careciera de argumentos en su defensa, sino porque encomendaba su causa al que juzga justamente (1 Pedro 2:23). 

Analicemos la reacción de Cristo en la cruz a favor de sus verdugos. La frase “perdónalos porque no saben lo que hacen” sólo se explica si nos asomamos al corazón de Cristo, donde vemos al Padre que lo envió morando en su interior, tal como lo enseñó en una de sus epístolas el Apóstol Pablo: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo...” (2 Corintios 5:19).   

En efecto, cuando Dios mora en el corazón de una persona, como habitó en el de Cristo, ese corazón respira y transpira amor, y es incapaz de albergar rencores y buscar venganza por las ofensas recibidas. En la vida de esta clase de espíritus sólo hay acciones que tienen la marca del amor, porque "Dios es amor, y el que permanece en amor, permanece en Dios y Dios en él", explicó el apóstol Juan en su primera epístola a la Iglesia universal (1 Juan 4:16)   

Concluyo mi columna de hoy señalando que la mejor y más clara manifestación del amor es el perdón, el mismo que Cristo dispensó a sus ofensores, y el que los seres humanos dispuestos a imitar a Cristo debemos dispensar a los que nos ofenden, independientemente de la gravedad de la falta y del número de las ofensas recibidas.    

Cuando Cristo responde sabiamente a Pedro en el sentido de que debía perdonar setenta veces siete a sus ofensores, dio a entender a su apóstol que la práctica del perdón tiene su base en el amor y que es ilimitada. Quiso decirle que debía perdonar siempre, en todas las circunstancias y todas las veces que se nos pida, imitando la forma en la que perdona ese Dios que es amor: sin límite.     

Twitter: @armayacastro 



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