EN EL VERANO
De niño, el verano representaba imágenes agridulces, pero
no la angustia de 2 o de 5. El gobernador era un delegado
impuesto por el Centro, no había discusión. Pero eso era
asunto de adultos y creo que ni ellos se interesaban mucho
por estos temas. Los niños teníamos otros intereses. Al
término de las clases, lo primero era descalzarse, condición
que permanecería durante toda la temporada. Allá en
septiembre, al acercarse el nuevo año, habría que comprar
nuevos zapatos; los anteriores ya no entraban y además ya
no estaban en condiciones decorosas para asistir a la
escuela y soportar la proverbial burla cruel de los
compañeros. Es sabido que no hay más insistente tortura
que la de varios abusivos contra el desvalido o el grandulón
que impone reglas arbitrarias en un ejercicio que después
trasladará a la vida adulta, al gobierno, a los grupos.
Dormir en catres a la intemperie, para poder conciliar el
sueño, después de una sucesión interminable de cuentos de
aparecidos, historia oral de la familia, acaso la novela en
turno, en la radio, por supuesto, no había televisión.
Tampoco había aire acondicionado, milagro tecnológico
reservado para algunas oficinas privilegiadas, el aeropuerto,
conocido como La Aviación y algunas otras contadas.
La sensación de correr por calles ardientes, buscando
sombritas para el descanso, en una vagancia enriquecedora,
vivencias que combinaban la vida social con la naturaleza
que se mostraba más aparente que hoy en día.
El verano era para aprender a vivir. Socialización
extracurricular, en las calles, en las tiendas, en los lotes
baldíos que servían de canchas multiusos, desde precarios
juegos de “indoor”, preferido por no requerir guantes, o
bien interminables partidos de beisbol con pelotas
revestidas de cinta aislante, “teip negro”, añorando una
cubierta de piel que mucho antes habrían perdido.
Competencias que iniciaban cuando se juntaban dos tercias
de jugadores y terminaban cuando se perdía la pelota.
Andanzas por el mercado municipal; refrescarse con un
raspado o agua de limón con chía. Incursiones a las higueras
aledañas al canal, que prodigaba la casa del doctor Dueñas.
Pesquerías en el sifón del mismo canal, aguas arriba, junto
al campamento de “Irrigación”. Descubrimiento de una
cancha de tenis en ese primer fraccionamiento privado,
donde se practicaba el deporte blanco de manera
organizada, al clausurarse, víctima del desarrollo urbano, las
canchas ubicadas frente al hospital.
En el verano, el sonido de las chicharras en los juncos, ahora
llamados “Palo Verde”, adormecían los mediodías y
duraban hasta caer la tarde, cuando las cantoras
clausuraban su concierto, para descansar y reiniciarlo al
siguiente día.
En todo el pueblo, parvadas de mariposas amarillas,
perseguidas por chamacos con ramas de piochas en
competencias para determinar el más apto. De vez en
cuando aparecía una despistada monarca anaranjada,
desorientada por no estar en su familiar michoacano, que
resultaba ser más apta para eludir los feroces asaltos de los
cazadores.
El “Pueblo” se llenaba de camiones de redilas de
agricultores que venían a hacer compras sólidas y líquidas.
Nos gustaba desprender los restos de algodón que los
adornaban y servían de fugaz entretenimiento.
En el parque Niños Héroes, se arremolinaban aspirantes a
braceros, aguardando ser contratados y entretanto sufrían
calores, hambre y sed, insuficientemente atenuados por
vecinos caritativos que acercaban algo para el sustento. El
“birote con pepsicola” era la comida habitual de estos
pobres. Algunos lograban eventualmente acceder al sueño
americano. Todavía quedan algunos grupos ya reducidos
por la edad, que reclaman retenciones que los gobiernos
hicieron a sus percepciones con la promesa de servir de
ahorro para cuando faltara el trabajo o la energía.
El verano cobraba muchas vidas; los “insolados” eran
frecuentes. Generalmente personas que venían del sur y no
apreciaban el peligro del sol y del calor; la leyenda urbana
que la resolana era tanto o más mortífera que el sol abierto.
Las gorras de pelotero no se conocían mas que en los juegos
y alguno que la usaba como distintivo. El sombrero de
palma era la regla general.
Los trabajadores de la obra o de labores informales, acudían
a los abarrotes; se hacían servir y despachaban una nutritiva
ración de una lata de sardinas, un litro de leche, un birote y
un chile jalapeño.
El verano hacía que el follaje de los árboles y arbustos
cobrara volumen y color profundo, como intentando
compensar el rigor del ambiente. Los pinos salados
proporcionaban sombra cervecera, llenaban de agujas su
entorno y cobraban mala fama, lo que llevó a que poco
después se oficializara el ecocidio de una multitud de estos
amorosos amigos en muchas calles de la ciudad: la
Obregón, la Reforma, el camino a Packard, sustituyendo su
abrigadora sombrilla por una desolación parámica.
Luego, el verano pasaba, se disponía la compra
reglamentaria de útiles escolares, mucho más modesta que
hoy en día; no pasaba de unos cuadernos, lápices y el
clásico juego de compás, escuadra, transportador, que se
perdía rápidamente por su escaso uso.
De nuevo a la escuela, sufrir un mes más el calor en salones,
sin un abanico, un “cooler”. ¿refrigeración? Jaa.