Migrar, un acto tan humano como temido

Sociedad y derecho.

A lo largo de la historia, la humanidad ha sido esencialmente migrante. Desde los primeros grupos nómadas que abandonaron África hace decenas de miles de años, hasta los grandes movimientos del siglo XXI provocados por la globalización, las guerras, la pobreza o la búsqueda de oportunidades, migrar ha sido una constante en la evolución de nuestra especie. Sin embargo, a pesar de ser un fenómeno natural y parte inherente de lo humano, para muchos individuos migrar sigue siendo una de las decisiones más difíciles y dolorosas que pueden tomar. ¿Por qué? ¿Qué ha cambiado? ¿Por qué hoy, con aviones, mapas digitales, visas y tratados internacionales, nos cuesta tanto movernos de un lugar a otro?

La respuesta no es simple, pero tiene raíces profundas en la estructura emocional, social y cultural del ser humano contemporáneo. Migrar no es solo cambiar de país, de idioma o de moneda: es, en muchos casos, cambiar de identidad, cuestionar los cimientos sobre los que uno fue educado y, a menudo, renunciar a una parte importante de la propia historia. Esto genera resistencias internas y externas que dificultan el proceso, aun cuando la necesidad de migrar sea evidente.

Uno de los factores más poderosos que impiden o dificultan la migración es el apego emocional al lugar de origen. Las personas no solo habitan un espacio físico, sino también un entramado afectivo: la familia, los amigos, la lengua materna, los paisajes que marcaron la infancia, las costumbres que generan seguridad y pertenencia. Migrar significa, en muchos sentidos, desprenderse de esos vínculos o al menos tomar distancia de ellos. Y eso, para muchos, se vive como una forma de duelo. Se deja atrás lo conocido para aventurarse en lo incierto.

A este dolor se le suma un sentimiento de culpa o traición, especialmente en culturas donde el arraigo es un valor central. Algunas personas sienten que abandonar su tierra es abandonar también a su gente, como si migrar fuera un acto egoísta o desleal. Se internaliza la idea de que quien se va "se olvida de dónde viene", cuando en realidad muchas veces es precisamente el amor a los suyos lo que motiva la decisión de buscar una vida mejor.

También existen barreras culturales e identitarias. Al llegar a otro país, el migrante se enfrenta a un nuevo conjunto de normas sociales, valores, costumbres y formas de comunicación que pueden resultar desconcertantes o incluso hostiles. En lugar de sentirse acogido, el migrante muchas veces se ve forzado a explicar, justificar o defender su forma de ser y de vivir. Esta tensión entre la cultura de origen y la del país receptor puede producir un sentimiento de desarraigo, de no pertenecer completamente a ningún lado. Se es "demasiado extranjero" para unos, y "demasiado local" para otros.

Frente a este panorama, algunos sostienen que lo mejor sería desapegarse por completo del lugar de origen e integrarse de lleno a la nueva cultura. Esta idea puede sonar dura o radical, pero encierra una verdad profunda: cuanto más flexible y abierto sea un individuo para adaptarse al entorno que lo recibe, más fluida será su experiencia migratoria. No se trata de renegar de las raíces, sino de entender que la identidad humana no es estática, sino dinámica. El ser humano, como especie, ha sobrevivido precisamente gracias a su capacidad de adaptación, y esa misma capacidad es la que permite al migrante construir una nueva vida sin perder lo esencial de sí mismo.

Migrar no es una anomalía, sino una expresión legítima y natural de la existencia humana. Es volver a un impulso ancestral de moverse, de explorar, de buscar tierra fértil donde echar nuevas raíces. La historia de la humanidad ha sido escrita por pueblos que cruzaron ríos, desiertos y montañas en busca de alimento, seguridad, libertad o simplemente un horizonte nuevo. Las civilizaciones nacieron y crecieron gracias a la mezcla de culturas, al intercambio de lenguas, conocimientos, tecnologías y valores. La riqueza del mundo reside, en gran parte, en esa diversidad creada por la migración.

Por eso, migrar no debería vivirse con culpa ni con miedo, sino como una oportunidad de crecimiento, de transformación interior y de apertura. Migrar es, también, una forma de desapego: aprender a vivir sin depender de una sola tierra, de una sola lengua, de una sola tradición. Es descubrir que la patria más verdadera no siempre es un lugar físico, sino la capacidad de habitar con dignidad cualquier rincón del mundo.

Integrarse plenamente a una nueva cultura no significa perder la propia, sino enriquecerla y expandirla. Implica reconocer que uno puede ser más de un lugar, hablar más de una lengua, pensar desde más de una perspectiva. Implica reconocer que la identidad es un río que fluye, no una piedra que permanece inmóvil.

En ese sentido, migrar no es una traición a lo que somos, sino una afirmación de nuestra esencia más profunda: la de seres en movimiento, buscadores eternos de futuro, constructores de hogar donde haya posibilidad de vida y dignidad.

Cómo siempre un placer saludarlo, esperando que estas pocas palabras hayan sido de su agrado, y sobretodo de utilidad ¡Hasta la próxima!



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